Queridos lectores,
Hace algún tiempo leí esta historia: Unos jóvenes les dijeron a sus amigos que iban a viajar a Nueva York para asistir al musical "My Fair Lady". Al llegar allí, tuvieron que darse cuenta de que las funciones estaban agotadas por meses. Les daba vergüenza regresar sin haber conseguido nada.
Así que compraron un programa del musical, un disco con las canciones, y después de las funciones buscaron entradas tiradas a la salida y se las llevaron a casa. Allí mostraron el programa, las entradas, cantaron las canciones y entusiasmaron a los demás con su relato... Solo había un inconveniente: nunca habían vivido el musical personalmente. Solo lo conocían de segunda mano.
Así es también con muchas personas y la fe. Por las clases de religión o misas que alguna vez visitaron conocen el programa, tienen la entrada en forma de pertenencia a la comunidad y todavía recuerdan algunas canciones. Pero no van más allá.
Pero justamente de eso se trata: de llegar a conocer personalmente a Dios y ser tocados por su Palabra. No hay mejor lugar para ello que los servicios religiosos. ¿Dónde si no? – ¿Cuál es el precio? Salir de la zona de confort. Quizás renunciar al orgullo. Tal vez estar dispuestos a perdonar. Nada más. ¿Es ese un precio demasiado alto por la esperanza de la vida eterna?
Saludos,
Wolfram Laube
